Nos gusta pensar que somos personas eminentemente racionales porque esta idea nos transmite seguridad. Creemos que en el proceso de la toma de decisiones nuestra mente lógica es quien lleva el mando, pero no es así. En realidad, cuando debemos elegir entre diferentes alternativas, se pone en marcha un complejo mecanismo donde las emociones y la razón se entremezclan. A lo largo del tiempo las emociones han sido vistas como un obstáculo en la toma de decisiones, se suele decir que estas nublan la razón y que nos hacen elegir de manera impulsiva. Sin embargo, en verdad las emociones son el primer tamiz y uno de los más importantes por el cual pasan todas nuestras decisiones. El proceso de toma de decisiones funciona de manera muy sencilla: recopilamos la información que proviene del medio y en cuestión de segundos creamos diferentes panoramas que se corresponden con las diversas alternativas de solución que tenemos a nuestro alcance. Estas alternativas se envían a la amígdala, una estructura que se encarga de conferirle un significado emocional a los estímulos.
En este punto se realiza una rápida evaluación emocional y se decide si algunas decisiones serían demasiado peligrosas o dolorosas desde el punto de vista afectivo. Entonces las desechamos inmediatamente y nos concentramos en el resto de opciones.
En la práctica, el sistema límbico y la amígdala como eje central, nos avisa de que una situación o solución podría causarnos daño y nos alerta para que nos alejemos de ella tomando otro camino. Por supuesto, este mecanismo no solo nos indica los peligros, sino que también resalta las soluciones más apetecibles teniendo en cuenta sus resultados desde el punto de vista de sus repercusiones emocionales.
Se trata de un mecanismo que en muchas ocasiones ocurre a nivel inconsciente, ya que son muchas las hipótesis a barajar. Gracias a él, nuestra mente consciente no se sobrecarga con demasiadas alternativas sino que descarta rápidamente las opciones extremas que no resultan viables.
¿Cómo sabe la amígdala cuáles son las decisiones “buenas” y “malas”?
Por una parte, la amígdala busca en una especie de base de datos que contiene patrones preprogramados e innatos, como la reacción de defensa ante los depredadores. Por otra parte, también se basa en las experiencias que hemos ido acumulando a lo largo de la vida. Por ejemplo, si en el pasado tomamos una decisión y esta nos causó daño, esta información se queda grabada y después la amígdala se encarga de activarla cuando nos encontremos nuevamente ante una disyuntiva similar.
Una vez que hemos tomado esta “decisión emocional”, entra en juego el lóbulo frontal, que es donde planificamos nuestras acciones y valoramos los pros y los contras de cada decisión desde una perspectiva más racional. Además, esta estructura es fundamental porque nos permite vislumbrar a largo plazo las consecuencias de nuestros actos. En este punto comienzan a incidir nuestros valores, creencias y estereotipos, ya que siempre intentamos llegar a la solución que mejor se adapte a nuestra forma de ser y pensar.
Como ya has visto, el proceso de toma de decisiones no es un proceso sencillo, sobre todo si se trata de encrucijadas importantes. El rumbo de nuestra vida está determinado por las pequeñas y grandes decisiones que tomamos constantemente. Desde elegir tomar un helado o una manzana, hasta decidir a qué queremos dedicarnos profesionalmente. Si nuestro cerebro emocional nos juega una mala pasada podemos tomar decisiones con consecuencias negativas, este es por ejemplo el caso de las personas víctimas de alguna adicción.
Si quieres tomar mejores decisiones, tienes miedo a tomar decisiones o simplemente te cuesta tomarlas, te recomiendo trabajar con tus emociones a través de técnicas como la hipnosis o EMDR, merece la pena poner nuestro cerebro a punto para poder decidir lo mejor para nosotros y comunicarnos con nuestro cerebro emocional para que nuestras decisiones sean congruentes con lo que realmente queremos.
REDACCIÓN WEB DEL PSICÓLOGO